La ciudad nos regala sabores: las caminatas que descubren frutas y hierbas en veredas y plazas porteñas

Desde 2012, la técnica en producción vegetal Ludmila Nahir Medina impulsa “la ciudad nos regala sabores”, una propuesta que invita a recorrer veredas, parques y plazas porteñas para reconocer frutas, flores y hierbas comestibles. En cada paseo, los vecinos descubren hasta 70 especies que antes veían como “maleza” y ahora se convierten en alimento, recetas e incluso excusa para recuperar el diálogo con el barrio.

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Ludmila Nahir Medina recorre desde 2012 las calles de la Ciudad de Buenos Aires con una mirada poco habitual: en cada vereda, plaza o cantero ve frutas, flores y hierbas comestibles donde la mayoría solo ve cemento o “yuyos”.

Su proyecto, “la ciudad nos regala sabores”, propone caminatas urbanas para reconocer plantas que crecen a la vuelta de casa y que muchas veces terminan en el piso sin que nadie las aproveche.

La semilla de la idea apareció después del censo de arbolado de la Capital, en 2010. Formar parte de ese trabajo le abrió otra manera de mirar el paisaje urbano: empezó a identificar especies, a notar que muchas eran comestibles y a preguntarse por qué se perdían. Un árbol de mandarinas en el camino a la casa de su abuelo fue el clic: veía la fruta caer y pudrirse sin que nadie la juntara.

En 2012 creó un grupo de Facebook y, casi sin planearlo, la gente empezó a pedirle salidas para caminar y aprender a reconocer qué plantas se podían comer.

Aunque estudió en la Facultad de Agronomía y la tecnicatura en producción vegetal orgánica, Ludmila aclara que buena parte de los saberes los fue construyendo fuera de la universidad: conversando con otras personas, investigando por su cuenta y buceando en papers en distintos idiomas para confirmar si una planta tuvo usos comestibles en algún momento y en algún lugar del mundo.

Esa combinación de formación académica y curiosidad la llevó a desmontar mitos: plantas que muchos consideran “tóxicas” o simples malezas resultan ser parientes del tomate y completamente comestibles.

En las caminatas aparecen especies conocidas —como naranjos, moras o uvas en parras que trepan veredas— pero también otras menos difundidas: burucuyá para hacer budines, guaribay cuyos frutos se usan como pimienta, aceitunas urbanas que casi nadie cosecha, además de tilos en flor que perfuman la ciudad y que pueden recolectarse directamente del árbol. Ludmila cuenta que en un solo paseo de tres horas se pueden registrar entre 60 y 70 especies comestibles, siempre después de un trabajo previo: días antes recorre en bicicleta unas cuadras a la redonda para chequear qué plantas están disponibles y definir el trayecto.

Las salidas se volvieron también una excusa para recuperar algo de vida comunitaria en una ciudad marcada por las corridas y el trabajo. Suelen participar entre 30 y 40 personas, aunque algunas convocatorias llegaron a reunir unas 80. Entre vereda y vereda se comparten recetas, se prueban plantas “raras” en grupo —para vencer miedos— y se tejen vínculos entre desconocidos que comparten una misma curiosidad: descubrir que la ciudad puede ser, también, un territorio de cosecha.

Hay una regla básica que sostiene la propuesta y que Ludmila insiste en replicar en cualquier barrio del país: pedir permiso. Aunque los árboles estén sobre la vía pública, siempre tocan el timbre antes de cosechar. A veces los vecinos se sorprenden, se enojan o no sabían que esa planta se podía comer; otras, se abren conversaciones sobre cómo la plantaron o cómo la usan.

Lejos de “saquear” el arbolado, la idea es que la recolección sea un punto de encuentro y diálogo. En tiempos de ciudades cada vez más aceleradas, la iniciativa propone algo simple y potente: bajar el ritmo, mirar el entorno con otros ojos y entender que, muchas veces, la comida crece literalmente en la esquina de casa.