Justos que pagan por pecadores – La Biblia y el Calefón
La ordenanza que restringe el acceso de familiares de secretarios, tribunos ó concejales, hasta el cuarto grado de consanguinidad, no es una medida arbitraria, aunque reavive las llagas de eventuales injusticias. Cuando los convencionales decidieron estipular las restricciones en la participación en concursos públicos, licitación ó convocatorias del Estado aplicaron el sentido común. La transparencia nunca estará garantizada si quien dictamina las reglas del juego puede favorecer el acceso al beneficio propio ó de un familiar…
Por Pablo Callejón (pjcallejon@yahoo.com.ar) – Claudia Pedruzzi y el joven Tulio Giambastiani se sienten víctimas de una norma. La portación de apellidos los convirtió en excluidos de un proceso social que definió el acceso a uno de los 600 terrenos de calle Castelli. Hicieron todo por derecha. Presentaron la documentación que les exigieron y concurrieron al sorteo multitudinario en el Central Argentino con la misma expectativa de lo otros, los que no cargan con el lastre de ser primo, hermano, nieto ó sobrino de algún funcionario público. El azar los convirtió en adjudicatarios y el correr de las horas canjeó la algarabía por decepción.
La ordenanza que restringe el acceso de familiares de secretarios, tribunos ó concejales, hasta el cuarto grado de consanguinidad, no es una medida arbitraria, aunque reavive las llagas de eventuales injusticias.
Cuando los convencionales decidieron estipular las restricciones en la participación en concursos públicos, licitación ó convocatorias del Estado aplicaron el sentido común. La transparencia nunca estará garantizada si quien dictamina las reglas del juego puede favorecer el acceso al beneficio propio ó de un familiar. Es un principio de preservación ético irreprochable.
La generalidad de la norma evidencia también las particularidades que emergen de la desigualdad. Los familiares quedan impedidos de beneficios públicos de los que goza cualquier hijo de vecino porque sus parientes ocupan cargos públicos durante años, y a veces, décadas. Hay funcionarios que deambulan por la administración pública como becados privilegiados del Estado desde el regreso mismo de la democracia. Sus preferenciales condiciones son una obstinada barrera sobre las libertades del familiar, aún cuando mantengan una relación distante ó inexistente.
Si cambiamos la ecuación, el contexto adquiere mayor claridad. ¿Se imaginan que hubiera pasado si el acceso a la compra de terrenos era abierto para todo el mundo y se descubría que al menos dos parientes de altos funcionarios –podrían ser más- aparecían entre los beneficiarios? Las críticas hubieran derivado en escándalo e indignación.
La venta de parcelas del banco de suelos municipal es una loable decisión de la gestión de Juan Jure que convertirá a cientos de riocuartenses en propietarios. Hubo buenas intenciones y una búsqueda de mecanismos para alcanzar transparencia, quizás como nunca antes.
Pero, también es verdad que el Estado tiene marcadas debilidades en la capacidad de controlar y de controlarse. Pese a la prohibición normativa nadie advirtió en todo el proceso previo al sorteo que había un joven que se llamaba exactamente igual que el titular de la Emos. Nadie controló hasta ese momento que hubiese otros casos. La grosería intentó ser corregida después de que los beneficiarios se sintieran adjudicatarios y a partir de allí estuvieron bajo sospecha otros apellidos. ¿Quién puede asegurar que no existan otras irregularidades que no han sido reconocidas? Es cierto que existe una declaración jurada que compromete a los inscriptos pero sin controles exhaustivos las falencias podrían transcurrir sin pausa en el anonimato.
A las flaquezas en las inspecciones se suman los antecedentes de nuestra clase política. En todas las gestiones, bajo cualquier signo político, los allegados del poder se benefician. Hay hijos, hermanos, esposas y primos que alcanzaron un cargo por el rótulo del apellido que abre las puertas. Los hubo y los seguirá habiendo.
Las restricciones que surgen sobre los entornos de los dirigentes no solo buscan la transparencia desde lo teórico sino que intentan prevenir lo que ya sucedió en la práctica.
Cambiar la norma, cómo se impulsa desde el Concejo Deliberante, es un atajo hacia un mayor descreimiento institucional. ¿Cómo se interpretará tanta urgencia para modificar una norma que favorecerá a sus propios familiares? ¿Se tiene la misma celeridad en todos los casos que evalúan como injustos? ¿No existen suficientes razones para sostener la norma?
En los últimos concursos municipales se generaron las condiciones para que quienes hacía años sufrían la condición de contratados pudieran estar blanqueados. Pero también se favoreció a aquellos que habían llegado de la mano de la política y quedaron formalizados en sus puestos por puntajes que defenestraban las posibilidades de quienes ingenuamente se inscribieron creyendo que estaban en igualdad de condiciones.
Otro ejemplo que encendió la polémica sobre la participación de un familiar en una acción del Estado fue la compra de una camioneta por parte del esposo de una ex funcionaria de EMOS, durante una licitación pública. El caso terminó en la Justicia y desató una airada reacción de muchos que hoy aceptarían que se quite el cepo de participación a familiares.
El plan de venta de terrenos municipales tiene particularidades y un fin social diferente, pero los principios que rigen la discusión son los mismos. Claudia y Tulio no tienen la culpa de las sospechas colectivas sobre las acciones políticas, ó las incorporaciones a dedo, ó la permanencia infinita de dirigentes en diferentes cargos públicos. Tampoco se validará el derecho que creyeron haber adquirido en el sorteo si modifican a futuro la ordenanza. Sin embargo, la norma que les impide el beneficio es un resguardo de transparencia sobre el derecho colectivo. Son justos que pagan por pecadores y no hay consuelo que valga.