MENDEZ ES UN CABRON

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Sobre Malvinas, entre la ficción y la realidad.

 

 

 

 

Van pegados, uno detrás del otro, en fila india, con la cabeza baja, mirando los borceguíes, la turba húmeda, sin hablar, en el clima más atroz que hubieran imaginado. Mario piensa en el frío y en cuando regrese y le cuente a su padre y a los del taller. No van a creer el frío que hace.Ayer lo destinaron a la patrulla del teniente Méndez, un negro corpulento, lo recibió un mendocino, van juntos, al lado, marchan por el terreno hostil, pelado, sin vida.

Después del bombardeo inicial se acabaron las bromas, entendieron que la guerra era en serio. Mario llegó a la isla a principios de abril, pasó frío, pero estaba en un buen lugar, resguardado, con abundante comida.

Ahora va con sus nuevos compañeros, con la patrulla, cercano al Monte Kent, a explorar casi cuatro kilómetros de costa. El rumor es que los ingleses han desembarcado en pequeños grupos para infiltrarse y sabotear y matar. Y hablan de los gurcas, los sanguinarios nepaleses que nacen manejando el cuchillo y son silenciosos como los gatos. Y atacan de noche, cuando se duerme, cuando se sueña.

Como un páramo, así son las islas esta mañana, todavía no ha visto montañas, ni rocas, ni trincheras, ni cuevas, ni huecos para cubrirse. Mario mastica chicles, los que robó en la enfermería, donde las bombas no caían, donde estaba más o menos seguro.Lo eligieron para la patrulla porque fue a la escuela militar, porque recibió instrucción sobre tiro y porque tiene veinte años, dos más que la mayoría de los soldados.

No hay sol, nunca hay sol en las islas y el invierno es cada vez más invierno, llueve finito, constante y hay que cuidarse los pies, cambiar las medias cada día. Lo aprendió en la enfermería, allí vio los dedos negros, pequeños carbones crujientes, de un colimba de La Pampa. Le cortaron el pie y él tuvo que embolsar los restos, los dedos negros del chico. Y fue, después de los bombardeos, la primera vez que tuvo miedo. Un miedo cauteloso,  un presagio de lo que vendría más tarde: piernas mutiladas, cuerpos despedazados, quemados, sin ojos, sin boca, sin orejas, sin vida.

Por eso cuando Méndez hace una seña y todos se agachan o se arrodillan, él se acuerda de sus pies, de los dedos y los mueve, golpea los borceguíes contra la tierra, quiere que circule la sangre. El miedo en la marcha es distinto, es un miedo sin pausas. Méndez y el cabo que lo secunda le han explicado que la travesía será larga y que estén atentos, con el fusil preparado, con el casco puesto y con el dedo en el gatillo. Mario sabe que nunca le va a contar al padre y a los del taller que tiembla, que él, el mendocino y otros soldados están mudos de miedo. Su padre lo decía antes de viajar a las islas: en la guerra se ven los hombres, los que tienen bolas. En la guerra no hay lugar para cagones, haber ido al colegio militar, aunque te hayan expulsado, te va a servir.

 

Méndez baja el brazo y sigue la marcha, caminan aglutinados, ciegos, detrás del hombre corpulento que los guía hacia adelante y que se mueve con la cautela de un tigre. Confían en Méndez, ha recorrido la isla varias veces, elude los senderos donde se han sembrado minas y bombas. El teniente ha aprendido, les ha contado en un descanso: la semana anterior perdió a un soldado que pisó una mina, una mina propia, argentina, hecha en España para la segunda guerra mundial. Minas que destrozan y despedazan el cuerpo. Las minas modernas son más compasivas, te dejan fuera de combate, te parten el pie, la pierna, el borceguí, te quiebran la tibia, el peroné, pero no matan. Tras cinco horas de marcha constante Méndez vuelve a levantar el brazo, intercambia palabras con el cabo y decide acampar. La patrulla se detiene. Descansen ahora, aprovechen, a la noche haremos guardias cada cuatro horas. La pasaremos acá, dice Méndez. Hay un promontorio de piedras que apenas sobresale del terreno plano, vacío, mojado. La noche llega rápido, es que está allí desde antes, agazapada para tomar impulso y caer sobre la patrulla. Los cabos organizan la cena, es una sopa grasienta y tibia. La patrulla devora y después todos fuman un Jockey Club que invita Méndez. Es buen tipo, piensa Mario. Apenas se ve el blanco de los ojos entre los que están más próximos. Todo se hace en voz baja, como si el enemigo estuviera cerca. Con señas y gestos se establecen las guardias.

Mario siente que  hay algo en el aire, intangible, siniestro y que lo tiene en la mira. Eso sueña, eso lo mantiene sobresaltado, al límite.

Le toca hacer guardia. Méndez se arrima, le pide que se afloje el casco, así tan apretado, pueden meterte un balazo y con el cimbrón romperte el cuello. Abra los ojos soldado, dice Méndez, y desaparece en las tinieblas. Antes de perderse, le ordena que mastique chicle, pero sin hacer globos. A los gurcas les gusta reventar globos, dice, y se ríe en silencio. Es un cabrón este Méndez, piensa Mario, se da vuelta y apunta sus ojos hacia la costa. Para olvidar el silencio imagina el ruido del mar. Lo inventa cálido, con aguas transparentes, lo hace río, pone los pies en el agua y ahora está en Alpa Corral, en la sierra y  se prepara para ir al bar, a tomar fernet y jugar al truco.

Un sonido apagado le llama la atención. Camina, busca en la oscuridad, el origen es cercano. Es otro soldado, es el mendocino que se incorpora y viene hacia él. En las tinieblas  se encuentran, agudizan los sentidos y se abrazan. Están apretados, sin decirse nada, sienten  el  miedo, ocultos, en silencio, sin hacer ruido y prestos al combate…

 

Rubén  Osvaldo Lucero

 

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