El padre y mi abuelo

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«Nos enseñaron que la celebración por la vida de nuestros héroes comienza a partir de sus muertes. La decisión supone el paso a la inmortalidad de aquellos que lo dieron todo por la Patria…»

Por Pablo Callejón

Nos enseñaron que la celebración por la vida de nuestros héroes comienza a partir de sus muertes. La decisión supone el paso a la inmortalidad de aquellos que lo dieron todo por la Patria. Y cada 17 de agosto conmemoramos la eternidad de la obra de José Francisco de San Martín, el General que una tarde de 1850 dejó fenecer su cuerpo en un cóctel de asma, reuma y úlceras devastadoras.
Honrar la muerte pareció reconocer que la vida no se redujo a un permanecer ni transcurrir.

En la escuela, San Martín me despertaba una atención diferente a otros héroes de los manuales del siglo 19. En las efigies hallaba un aura similar a la que se desprendía del retrato de mi abuelo Francisco. Aquel hombre nacido frente al mar Mediterráneo había integrado el ejército Rojo contra el franquismo antes de regresar con mi mamá en un barco de carga que hizo escala en Marruecos.
En el pasillo de mi casa había una foto del abuelo con un prolijo traje militar y los ojos apuntando hacia la izquierda, como en las postales que identifican a San Martín. Ambos compartían esa mirada que podría mandarte a dormir, pero a la que nunca le tendrías miedo. A diferencia de los feriados patrios, hubiera querido honrar a mi abuelo sentado sobre la falda que acunan los recuerdos.

San Martín había nacido un 25 de febrero de 1778 en un pequeño poblado fundado por Jesuitas. Con los años, Yapeyú se consolidó como un centro ganadero de Corrientes y la ciudad fue un bastión estratégico en los tiempos de dominación española. El pequeño José Francisco estaba al cuidado de Juana Cristaldo, una niñera de origen indio que no dejaba de consentirlo. A los 3 años viajó con su familia a Buenos Aires para que su padre asumiera la instrucción de los oficiales del batallón de voluntarios españoles y poco después, el Virreinato ordenó su traslado a Málaga, en España.
José ingresó en el Seminario de Nobles de Madrid, donde aprendió latín, francés, castellano, dibujo, poética, matemáticas, historia y geografía. A los 11 años ya era cadete de un regimiento de Murcia y debió sumarse al desembarco de España en el Norte de África. También defendió los uniformes del reinado durante la guerra contra las fuerzas napoleónicas de Francia. El militar condecorado con medallas de oro no pudo desprenderse de sus origenes y resolvió regresar a la Argentina tras la revolución de 1810.

Un 14 de septiembre de 1811, San Martín se fue a Londres en medio de la Revolución Industrial y tomó contacto con la “Gran Hermandad Americana”. Un año después abordó la fragata inglesa George Canning con destino a Buenos Aires. En el país respetaron el cargo de Teniente Coronel que había alcanzado en España y lo habilitaron a crear el mítico regimiento de Granaderos a Caballo. La revolución de mayo que conmovió los cimientos de Europa había derivado en un núcleo de poder centralista. Terratenientes devotos del libre comercio y el manejo millonario de la Aduana hacían arder la insurgencia del interior. San Martín se sumó a la Logia Lautaro que impulsaba “la Independencia y la Constitución Republicana” y un 8 octubre de 1812 marchó hacia lo que es hoy Plaza de Mayo para exigir la renuncia del Triunvirato en el poder.

En la noche porteña se enamoró de las tertulias donde conoció a Remedios, una adolescente de solo 15 años a la que duplicaba en edad. San Martín contrajo matrimonio, mientras su prestigio militar se ensanchaba en el combate del convento de San Lorenzo. En aquel tiempo comenzó a padecer un severo malestar estomacal que lo obligó a descansar durante algunas semanas en Córdoba. El Gobierno en Buenos Aires lo designó como mandatario en Cuyo, donde impulsó la educación y la industria. En Mendoza logró aprovisionar al Ejército de los Andes y para honrar el esfuerzo de los ciudadanos, resolvió reducir su propio sueldo a la mitad.

Un 16 de agosto de 1816, San Martín fue padre. Mercedes Tomasa nació un año antes del heroico cruce de los Andes. La úlcera estomacal se agravaba pero San Martín estaba resuelto a cumplir la hazaña militar que implicaba liberar a Argentina, Chile y Perú. Las derrotas de los patriotas en Chacabuco y Cancha Rayada no impidiieron que reorganizara una fuerza de 5 mil hombres y pudiera vencer a los realistas en Maipú.
Desde Buenos Aires le pidieron que enfrente a Artigas en la Banda Oriental y se negó. Les advirtió que “el general San Martín jamás desenvainará su espada para derramar sangre de hermanos”.

Un documento que sirvió de pagaré, comprobó el paso del General por la posta Los Nogales en Achiras. En la casona de paredes de adobe de Los Gigena, San Martín acordó la entrega de unos caballos que ayudarían al cruce de Los Andes. Varios meses después de concretar la gesta militar que se convirtió en lectura obligada de las grandes maniobras independentistas, San Martín se ocupó de garantizar el pago de los animales a la estancia bordeada de serranías cordobesas.

El 28 de julio de 1821, tras declararse la independencia del Perú, el nuevo gobierno nombró a San Martín con el título de Protector. El General argentino abolió la esclavitud, garantizó la libertad de imprenta y de culto, creó escuelas y la biblioteca pública de Lima. El costo de romper las ataduras con España fue inicialmente muy alto y generó dificultades financieras que aumentaron el malestar de un sector de la población. Pero el militar era también un hombre de política y se impuso en medio de la transición hacia la independencia.

“Un buen gobierno no está asegurado por la liberalidad de sus principios, pero sí por la influencia que tiene en la felicidad de los que obedecen”, lanzó como una advertencia a la región que se consolidaba en el poder de unitarios, banqueros y terratenientes de doble apellido.
Al regresar a la Argentina, el gobierno conservador de Rivadavia le impidió llegar a Buenos Aires “por problemas de seguridad”. El poder central aún le pasaba facturas por no haber reprimido a los federales y el General ni siquiera pudo acompañar a su esposa, que estaba gravemente enferma. Remedios murió sin el abrazo de su esposo y San Martín decidió dejar el país junto a Merceditas, que había cumplido 7 años. En 1825 le escribió unas máximas que se convertirían en mandamientos de la moral nacional. Don José le aconsejó el amor a la verdad, la tolerancia religiosa, la solidaridad y la dulzura con los pobres, criados y ancianos. También le reclamó por el amor al aseo y el desprecio al lujo.

El General murió en Boulogne-sur-Mer, una ciudad bordeada por el Canal de la Mancha que tiene la misma cantidad de habitantes que barrio Alberdi. Había sido el principal puerto conector entre el imperio Romano y Britania y fue el reducto que contuvo a 180 mil soldados de Napoleón en la guerra con Austria. Durante la segunda guerra mundial, el ayuntamiento francés recibió 487 bombardeos aéreos aliados para destruir la base de ocupación nazi. Se destruyeron barrios enteros pero quedó en pie la estatua en honor al General San Martín, que fue construida a solo 200 metros de la base militar alemana.

El funeral del General había sido austero como pidió el Libertador antes de morir. “Cuatro faroles cubiertos de crespón negro adornaban encendidos los ángulos superiores del carro y seis hombres vestidos con capotes del mismo color marchaban de ambos lados” como último gesto de humilde solemnidad. Su muerte lo había inmortalizado en la historia nacional y le había destinado el cargo indefinido del Padre de la Patria. El único honor que San Martín no pudo evitar sobre la cama tibia que acompañó su muerte a los 72 años.

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