Osvaldo Wehbe fue reconocido en la Unicameral por sus 40 años en el relato

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Fue el 16 de mayo de 1979 cuando Osvaldo Wehbe se enfrentó a un micrófono por primera vez para transmitir un partido de manera oficial. Boca y Peñarol fueron los equipos que protagonizaron aquel encuentro en La Bombonera por Copa Libertadores. Ese día Armando Capurro le dio la victoria por 1 a 0 al Xeneize, y ese fue el primer grito de gol del ‘Turco’ por LV16 Radio Río Cuarto.

«Cuarenta años es mucho pero no me parece ayer porque la dimensión del tiempo la marca la diferencia de la tecnología», sostiene Wehbe al recordar esa fecha especial. Y, además, confiesa que ya desde los 6 años estaba relatando en el lavadero de su casa. «Ponía 11 soldaditos de un lado y 11 del otro, una piedrita, y no dejaba dormir la siesta a los vecinos», comenta dando cuenta que el relato estaba en sus venas desde muy pequeño.

Con varios referentes en el periodismo, Osvaldo agrega que en sus inicios todos le aconsejaban que no imitara a nadie, que trate de ser él mismo. Sin embargo, considera que su primer gol le salió con algún tinte de José María Muñoz.
Y si le piden una definición, para el ‘Turco’, «relatar siempre fue como andar en bici».

El relator de soldaditos, por Pablo Callejón

Gladys no lo conocía pero ya sabía de él. Le habían contado que ese niño gritón detrás del paredón en Baigorria al 400, jugaba a ser relator de fútbol con un grupo de soldaditos que apenas alcanzaban para formar dos equipos de once. En ese estadio del lavadero, Osvaldito los veía cruzar la cañada y perfilarse al arco en un grito infinito de gol. Eran Olguín y Heredia en la zaga, mas adelante la Oveja Telch y Cocco y como centrodelantero, ese bigotón con perfil de galán de película, un tal Rubén Ayala. Todos tenían una forma similar y estaban revestidos de plástico verde. Pero aquellos juguetes se desplegaban como un grupo de cracks bañados por la devoción del gasómetro colmado. Se movían con pasitos articulados, en ese escenario imaginario que solo era posible en el vozarrón del niño. Como cada domingo, cuando acercás el oído a la radio y descubrís a tus propios soldaditos disputando el balón en el relato del “Turco”.

Osvaldo Wehbe nació en Río Cuarto un 27 de febrero de 1957. Es hijo de Elidia y Alfredo, de quien heredó su segundo nombre. Sus hermanos fueron el arquitecto Juan Carlos y Eduardo, quien acompañaba cada día a su padre en la atención de la Casa Wehbe, una típica tienda de la época.
Don Alfredo lucía un sombrero de copa y el bigote con lunfardo de tango. Era un tipo bonachón que se levantaba en madrugada con un vaso de agua si Osvaldito no paraba de toser. Era fanático de Estudiantes de La Plata y de los veranos en Santa Rosa de Calamuchita. Su hijo aún disfruta el agua tibia del río que rodea el centro tradicional, aunque le hubiese gustado que su padre también lo convenciera de ser hincha del Pincha. Cualquier intento, en realidad, hubiera sido en vano. La pasión por San Lorenzo le arrebató corazonadas desde niño y todavía conserva la bufanda azulgrana, de lana gruesa, que le regalaron cuando era un adolescente con granos.
Las ausencias de los viejos y de sus dos hermanos le arrebataron al Turco una porción de la felicidad que la vida suele ofrendarle a la muerte.

En la escuela 21 de Julio y frente al colegio Nacional, Osvaldo tuvo una infancia de pantalón hasta las rodillas y un flequillo que peinaba al viento. Le gustaba cruzar los campitos con la pelota debajo del brazo, junto a Ricardo Magri compañero infaltable del “pan y queso” en el picado. En las aulas, relataba los firuletes de Rojitas y Hermindo Onega, como en las transmisiones de Rivadavia que aprendió a describir con una memoria prodigiosa.
Durante la noche más larga, el Turco se recibió de abogado. Para disimular la falta de la cena, se presentaba como un actor de peñas folclóricas en los suburbios que resistían la represión militar. Y por algunas copas de vino y empanadas para todos los amigos en la pensión, Osvaldo se convertía en la principal razón para engañar los ruidos de la panza.

Algún fin de semana de 1975, el Turco le pidió a su amigo Gerardo que le hiciera la gamba con “La Peti”. Con los nervios previos de la cita, se encontraron un sábado en Calatrava y Gladys pudo reconocer al niño que gritaba goles ficticios desde el otro lado del paredón. Un 4 de enero de 1985 se casaron y decidieron pactar un amor inquebrantable. Osvaldo ya era un relator reconocido y en el Azteca mexicano lo esperaban para presenciar la mayor obra de arte del fútbol mundial. Faltaba apenas un año para que pudiera conciliar otro amor eterno. El Diego aún era Maradona y la Argentina, el escarnio contra Bilardo y su fútbol de líbero y volante tapón.

Su debut como relator se produjo hace 40 años, un 16 de mayo de 1979, en la Bombonera. Aquella jornada, Boca venció a Peñarol por uno a cero con gol de Armando Capurro. Con el tiempo, Osvaldo admitió que su relato tenía la impronta de José María Muñoz y su hermano le advirtió que debía encontrar un estilo propio. En una cabina lindera, una voz potente describía para Radio Oriental el duelo entre los gigantes sudamericanos. “Era un tal Víctor Hugo Morales”, recordó Wehbe.
Después de relatar por primera vez, regresó desde Buenos Aires en una vieja Renoleta que demoró varias horas para cruzar los 617 kilómetros que aquella noche, parecieron infinitos. El Turco trabajaba para la mítica Tribuna Deportiva en Radio Río Cuarto y realizaba las entrevistas con una grabadora a cinta que conservó durante mucho tiempo en el interior de una caja de madera.

Hace 30 años nació la bioquímica Camila y tres años después, fueron padres de Florencia, la cineasta que logró convencer a papá de sobrellevar una mochila de plomo. No fue tan fácil lograr que Osvaldo aceptara convertirse en actor. Cuando parecía que se agotaban los argumentos, Gladys le dijo que “el día que tuviera un nieto le podría contar que estuvo en una película, como si no hubiera hecho otras cosas valiosas en su vida”

El Turco prefirió contener a sus hijas en Río Cuarto y nunca abandonó la ciudad. Ninguna oferta de bolsillos acaudalados podría sustituir los cuentos que leía para dormirlas y los domingos que regresaba apresurado en el primer colectivo a Río Cuarto, para cantarles el feliz cumpleaños antes de cortar la torta.
Socialista de Palacios, Osvaldo sufrió las alianzas del partido con sectores conservadores a cambio de algún voto cantado. Aunque lo tentaron, nunca aceptó ser candidato y miró de reojo a los que abandonaron principios para dejarse llevar por un cargo de la burocracia estatal. Los voceros de la palabra oficial le quitaron la pauta como una advertencia que no pudo calar demasiado hondo.

En su biblioteca, conserva libros que le ayudaron a sustentar el arte del relato. La improvisación de escenas que describen la tensión, la agonía y el éxtasis en cada partido surgieron de la prosa de escritos que desvelaron tantas madrugadas. Gabriel García Márquez, Alejando Dolina y “el Gordo” Osvaldo Soriano se conjugaron con el popular encanto de las canchas, para guiar relatos que nunca necesitaron impostar el lenguaje de los narradores de buenas historias.
En Rivadavia, Continental, Cadena 3, Sucesos Deportivos y la Maradó, el Turco descifró el imaginario de la pasión que no resigna rebeldías. No pudieron venderlo, porque nunca lograron comprarlo. Osvaldo se plantó ante los mercaderes del fútbol y acompañó la cruzada que denunció los negociados de la televisión. Supo, como advertía el Negro Dolina, que a veces es necesario transitar la vida a contramano para evitar a los impunes que fijan las señales de la corrupción.

Para el Turco, resistir en el Imperio es reencontrarse con los amigos que siempre juegan de tu lado en el picado, entrar al cuarto donde las chicas dormían abrazadas al libro que les acababa de leer y cerrar fuerte los ojos para relatarle a Don Alfredo los goles de Hernán Rodrigo López que consagraron campeón al Pincha.
Y un día te lo encontrás caminando por Plaza Roca, apurando el paso a la par de la Peti. Como si aún fuera el adolescente de pelo largo y pantalones Oxford soñando ser relator. En esa extraña devoción por los soldaditos que dan un pase a la carrera, cabecean un centro combado sobre el pupitre del Nacional y convierten el penal más largo del mundo en una peña de Alta Córdoba.

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