“Decir que no”

0
Compartir

La adolescencia es el último eslabón antes de la etapa adulta, en la cual la autonomía es clave para conducirse en la vida. En esta fase, a veces son los padres los que se sienten solos y se preguntan: “Y a mí, ¿quién me entiende y atiende? ¿Quién me ayuda?”.

“Uno no es padre como quiere, sino como puede”, opina Juana Presman, especialista en medicina de la adolescencia.

En nuestras sociedades modernas se han producido cambios en las estructuras familiares y sociales y cambios tecnológicos profundos que modificaron la cotidianeidad de las familias. Con los nuevos paradigmas, los padres a veces se sienten desconcertados, confundidos y sorprendidos. “Pero el rol de los adultos sigue siendo el de padres cuidadores de los adolescentes, aunque desde un lugar distinto al que tenían antes. Ahora, los adolescentes necesitan ser cuidados pero no asfixiados, ni cuestionados, ni exigidos, ni juzgados”, recomienda Presman.

A la médica especializada en medicina interna y externa en salud del adolescente le toca ver en el consultorio cuando los padres dicen “sí” porque les genera culpa decir “no”. “Decir ‘sí’, significa que doy, permito, me quieren, voy a recibir, todo es paz y armonía. Si digo ‘no’, me remito a la carencia, a la restricción, al no dar, genero bronca, desamor, cierro puertas y además temo la reacción”, explica. “El ‘no’ me deja solo, con la valentía de una decisión tomada, con el riesgo de equivocarme, de que no me quieran”, reflexiona.

Presman agrega que los adolescentes tienen carencia de los “no”. Los padres, los maestros, no dicen “no”. Entonces, cuando hay demasiados “sí”, no se cumple el rol de cuidar. “A veces tememos hablar con la verdad por temor a que los hijos nos abandonen o nos quiten el afecto”, señala la médica. Hay cierto miedo y es más cómodo decir que sí que decir que no.

En su libro, también agrega que suele ser frecuente reemplazar con objetos materiales o con “permisos” algo que sentimos que no les dimos y debíamos darles, o que perdieron por nuestra culpa. “Esa actitud reparadora, si bien responde a buenas intenciones, es nociva. Evita que los adolescentes se enfrenten con la realidad, con la carencia y aprendan de la frustración. Esa seudorreparación los empobrece y desvaloriza”, advierte.

La escritora cree que la sobreprotección encubre la desvalorización. Hacer algo por los hijos –piensa– es considerar que ellos no pueden hacerlo y eso no contribuye a que tengan autonomía. Por eso la médica insiste en que es clave educar con el ejemplo y cuidar a los adolescentes, pero sin sobreprotegerlos.

En la consulta médica de los hijos, los padres suelen admitir que creían haber hecho “todo bien”; es decir –agrega ella– “con las mejores intenciones”. “Sin embargo hay que reflexionar sobre si lo que hicieron o dejaron de hacer era lo mejor para los hijos o para los padres”, apunta Presman.

Crecer con los hijos

«Adolescere” significa “crecer” y en esta etapa se producen los cambios corporales de los que uno empieza a tener conciencia como nunca antes y nunca después. Aumenta ocho veces el estrógeno (la hormona femenina) y 18 veces la testosterona (hormona masculina). La altura de los varones se incrementa entre 6, 5 y 12, 5 cm y el peso entre 6 a 12,5 kilos. En las mujeres, la altura aumenta un poco menos –entre 6 y 10,5 cm– y el peso entre 5,5 y 10, 5 kilos. Hay cambios vinculados a la cantidad de hormonas sexuales; estas modificaciones responden a la preparación para la reproducción y también conllevan una nueva construcción de la identidad sexual.

“Y el pensamiento sufre cambios por la maduración neurológica y el aporte de nuevas experiencias. Los adolescentes suelen ponerse idealistas y por ahí omnipotentes, lo que se suma a la rebeldía hacia el mundo adulto”, advierte Presman. Por eso se observa un movimiento pendular de independencia y dependencia con los padres y esto trae crisis vitales, en las que los valores y la autoridad muchas veces son puestos en jaque”, agrega la médica

Presman también hace mención al peso que tiene la cultura grasofóbica que está presente en toda nuestra cultura y está influenciada por los cambios en los roles de género. “Cuando la mujer tiene que salir de la casa para ir a trabajar afuera, insertarse en el mundo laboral, ya no tiene tantos hijos, el tema de la fertilidad o el tema de ser madre, ya no es una prioridad”, indica. Además, los modelos de belleza fueron cambiando en relación con las necesidades sociales. “Empieza a haber un refinamiento en su imagen, deja de hacer esfuerzos físicos y se crea una estética más urbana, donde la tecnología ocupa un lugar importante”, grafica.

Antes, la importancia de la grasa estaba vinculada con la fertilidad. Se consideraba que, cuanto más grasa corporal tenía la mujer, más fértil era. Pero hace varios años dejó de tener tantos hijos; el promedio se redujo a dos.

El modelo de belleza se asocia a modelos sociales y culturales.

“Una paciente me dijo ‘yo soy mi cuerpo’”, relata Presman. En esta concepción, la interioridad pasa a un segundo plano: si no se es delgado, no se es nada, no se tiene éxito. Al tener una prioridad de valores basada en la imagen, no importa el precio que se tiene que pagar para estar delgado. “Hay chicas que prefieren morirse antes que ser gordas, esto es una patología mental y hay que tratarla. Tienen conductas de riesgo, priorizan la imagen de forma no saludable y esto coincide con los modelos de belleza y los cánones de la sociedad”, reflexiona.

En la presentación de su libro, Presman agregó que es clave generar servicios amigables en los centros de salud donde se privilegie la confianza, la comunicación y los acuerdos de confidencialidad entre los pacientes y los profesionales de la salud. “A veces, hay muchas trabas si el paciente no se presenta con su DNI o no lo atienden si no va con un mayor. A veces, los profesionales son muy estrictos con los horarios y hay que flexibilizarse para tratar de incluir a la población adolescente en el consultorio”, describe. Y cita el caso del Hospital Argerich, de Buenos Aires, en el que hay un servicio que atiende sin turno y hasta la noche. “Hay que generar una nueva oferta de servicios, para que los adolescentes sepan que pueden cuidarse y acceder a servicios más flexibles adaptados a esos colectivos y contar con profesionales especializados en tratar con ese grupo etario”, finaliza Presman.

Casos del consultorio

Gabriela S. es docente, vive en Arroyito y es madre de dos hijos: una mujer de 22 años y un varón de 21. “Hace tres años se hizo visible en mi hija un trastorno alimentario que requirió tratamiento. Ella estudia en Córdoba, está terminando su carrera universitaria. En nuestro caso, nunca pensamos que nuestra hija podía tener un trastorno de este tipo. La verdad es que tardamos mucho en darnos cuenta de lo que estaba atravesando. Hasta los 15 años ella fue muy dócil, pero luego de que comenzáramos a darnos cuenta de qué tenía, comenzó a mostrar la rebeldía que caracteriza a los adolescentes y que tanto asusta a los papás, acostumbrados a otras formas.

“Esta no es mi hija, Este no es mi hijo”, piensa uno a veces. Gabriela asegura que, en el caso de su familia, no se evitaron los límites, por el contrario. “En nuestro caso, no hubo falta de límites. Y siempre fuimos padres muy presentes. En mi caso, como mamá, postergué el desarrollo de mi profesión mientras mis hijos fueron chicos y esto es bueno en algunos aspectos, pero no en otros. Esta presencia no garantiza que el adolescente no tenga problemas”, reflexiona.

Con respecto a otros casos, dice, hay una demanda de los propios chicos. “(Hoy) Uno conoce más a los hijos y tiene una comunicación diferente con ellos. Los adolescentes piden a gritos contención y límites, alguien que le preste atención”, opina.

“En nuestro caso, al comienzo no nos dimos cuenta de que nuestra hija estaba atravesando un problema de trastorno alimentario. Ella tuvo la valentía de ir sola a la consulta. Comenzó una psicoterapia de apoyo porque se sentía angustiada, ansiosa, conflictuada, y fue esa terapeuta la que la derivó a la consulta con la doctora Juana Presman”, relata.

Gabriela interpreta ahora que el problema de salud de su hija estuvo asociado a un perfeccionismo que también demuestra en otros aspectos de la vida, como el estudio. “Fue a partir de ahí que con mi esposo comenzamos a participar de la terapia de padres”, narra.

Comparar: una tendencia natural

María de los Angels Ruiz tiene 24 años, vive en Cosquín y recuerda ahora su propio paso por la adolescencia. “Pensar la relación con mis padres durante el período de mi adolescencia me lleva a recordar diferentes desencuentros en relación con la presencia/ausencia de los límites. Considero que les fue difícil, principalmente a mi mamá por ser ella quien resolvía los problemas ‘sencillos’ del hogar”, dice.

Admite que, como hija, le resultaba difícil comprender cómo un “no” o la falta de permiso podría beneficiarla.

“Entiendo que ellos no querían romper con la armonía del hogar o perder parte de mi cariño. Y yo, por mi lado, sentía que se ponía en juego algo de mi libertad”, interpreta.

“Hoy, con 24 años y en otra etapa de mi vida, entiendo que es evidente que durante la adolescencia se presentan dificultades en la comunicación. Estos problemas de comunicación entorpecen la posibilidad de establecer acuerdos, que acompañen esa etapa de la vida”, concluye.

Fuente La Voz del Interior

Commentarios

commentarios

Compartir

Dejar una respuesta