La noche más larga

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El hombre de rostro anguloso y mirada firme tiene pequeñas cicatrices que solo podrían explicarse en largas historias. “Mire las manos, yo soy un laburante”, expresó, mientras mostraba sus palmas agrietadas por la grasa y el aceite de motor. Afuera estaba su mujer fumando su enésimo cigarrillo. En la sede de la Comisaría de Bimaco la ansiedad compartía espacio con el silencio irritante.
Cuando un vocero policial explicó a Telediario los detalles del atraco, el hombre escuchó sin interrumpir. Su hijo de 17 años habría ingresado armado a la semillería Ghirardi y junto a su amigo y cómplice un año mayor que él, habrían amenazado al encargado para que les entregara el dinero ó la vida. Después corrieron unos 500 metros hasta llegar a “las 400 Viviendas” y buscar el refugio de la impunidad. En el camino habrían perdido algunas monedas que terminaron delatándolos. El parte oficial indicó que habían robado mil pesos y algunos cheques al portador.
Una hora después del traslado a la comisaría estaban nerviosos, apenas se hablaban, en un murmullo que solo ellos podían comprender. Los chicos vestían ropa deportiva y zapatillas de marca carísimas. “Las llantas” son un signo de distinción, de pertenencia, entre tanta desigualdad.
“Yo no le enseñé a robar, trabajo todo el día, su madre le cambia pañales a los abuelos en un geriátrico. Yo no le enseñé esto, si es culpable que vaya preso”, manifestó el hombre que insistió en recordar las veces en que lo quiso llevar a trabajar al campo y prefirió aceptar las excusas del más chico de sus hijos.
Un agente policial informó que los detenidos y acusados de robo calificado serían trasladados a la Alcaidía de la Jefatura en  calle Belgrano. Una joven rubia, con los ojos húmedos, le preguntó por el mayor de los detenidos.
–          ¿Acá está “NN”?
–          Está detenido, señora, va a tener que esperar…
–          ¿Lo puedo ver?
–          No, señora, tiene que esperar la orden del fiscal…
–          Déjemelo ver, quiero saber que está bien…
–          No podemos señora. Si no estuviera bien lo hubiésemos llevado al Hospital. El se encuentra bien…
–          Déjemelo ver, él no tiene antecedentes, mi vieja le da todo, lo va a matar. ¡Qué hijo de puta! Lo va a matar…
–          Señora, va a tener que esperar

La señora debe tener unos 30 años. Es la hermana y se enteró por una amiga. “Este barrio de mierda y tu hijo que es una porquería. La puta que los parió…” lanzó antes de golpear la puerta y abandonar la sede policial. El hombre la escuchó con un gesto parco, sin bajar la mirada. “Yo no soy como los otros padres que esconden las cosas, no le enseñé a robar a mi hijo ni a este chico… Si me dicen que le van a dar 10 días, que le den 15. Tengo 56 años y nunca fui preso”, afirma, ahora más enérgico. Afuera, cala en los huesos una de las noches más frías del invierno.
El menor de los jóvenes quedó a disposición del Juez de Menores. Será sometido a “un tratamiento tutelar” junto a su familia y si lo acompaña la suerte podría evitar la cárcel. El mayor, rogará a la Virgen de la Merced una pena “compasiva”.
Ninguno de ellos concluyó el colegio secundario, ni tienen un empleo estable. Como muchos otros adolescentes de la ciudad conviven en la competencia desleal de una adolescencia marcada por el consumo y la desigualdad. Los pibes del barrio creen que no podrán tener un recibo de sueldo mientras insistan en afirmar que viven “en las 400”, un sector donde no entran ni las ambulancias.
 Saben que alejarse algunas cuadras del barrio los somete al castigo de la requisa y como argumento solo basta creerlos merodeadores. Tienen un futuro urgente, apremiante, viciado por la marginalidad y los porros. No forman parte de una ciudad oculta, sino profunda y violentamente desigual, que se expone sin tapujos frente a nuestras narices.
El hombre quiere ver a su hijo libre, aunque no por imposición. Le gustaría recibirlo en su casa con ropa de trabajo, las manos curtidas y los ojos enrojecidos de cansancio. Quisiera verlo orgulloso de lo que se tiene, acostándose temprano porque mañana será otro día sin tregua.
La cárcel está desbordada de chicos que llegan con “llantas” de marca y tatuajes con tinta de lapiceras bic, que robaron para acortar distancias entre los que gozan de la mejor parte del sistema y el atajo que los aleja de esa perturbable sala de espera social.
La ciudad del lujoso paseo, vidrieras chic y costo de etiqueta; de las torres cada vez más altas, con departamentos vacíos comprados por la prepotencia de la soja, es también la ciudad de los más altos índices de productividad agropecuaria y de las más bochornosas estadísticas sociales. Según el indec, Río Cuarto aparece octava entre las poblaciones con máyor desempleo del país y sexta en deserción escolar durante el nivel medio, padece un déficit  de 15 mil viviendas, un 34,6 de trabajadores en negro y un 9,2 por ciento de riocuartenses inmersos en la pobreza. Es la ciudad que profundiza la división estructural entre los vencedores y los vencidos de siempre.
Antes de subir al móvil policial, el joven permanece en cuclillas sobre el pasillo interno de la Comisaría y sigue con atención el sermón de su padre.  El hombre no sabe que su hijo lo escucha y prefiere ni mirar cuando los dos sospechosos son introducidos en el asiento trasero del Fiat Siena con sirena azul. Su hijo permanece con la cabeza inclinada hacia el piso del automóvil. En la Alcaidía policial dormirá por primera vez tras las rejas y esa será, su noche más larga.
Por Pablo Callejón (callejonpablo@yahoo.com.ar)
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  1. me parece que cuando uno ya cumple determinada edad tenes que optar por que camino seguir, en mi caso particular y de mucha gente que conozco nos criamos en un barrio que podria llamarse marginal, que tampoco teoricamente te daban trabajo en ningun lado si eras de ese lugar, pero gracias a Dios y a una eleccion de vida yo, como otros decidimos crecer, progresar y ser alguien. Vivi 20 años en ell ipv del alberdi y por ello no me siento marginado ni mucho menos. Depende de uno… de esos no hay dudas

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