Edgardo Andrew, el joven oriundo de San Ambrosio, que murió en el Titanic

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Cuando el barco chocó con el iceberg, logró ponerse un chaleco salvavidas y acomodarse en uno de los botes, pero, viendo a una muchacha desesperada, se lo cedió para después arrojarse al mar. Fue uno de los 1.522 fallecidos en las heladas aguas del Atlántico. El recuerdo de una nota de Pablo Mendelevich.

Uno de los dos argentinos que viajó en el Titanic se llamó Edgardo Andrew, oriundo de San Ambrosio, el paraje próximo a Río Cuarto.
Era hijo de ingleses y a los 17 años se fue a estudiar a Inglaterra. En 1912 tuvo que abandonar a su novia, Josey, para establecerse en los Estados Unidos.
“Sepa, Josey que me embarco en el vapor más grande del mundo”, escribió Andrew, quien añadió:  “pero no me encuentro nada orgulloso, pues en estos momentos desearía que el Titanic estuviera sumergido en el fondo del océano”.
Cuando el barco chocó con el iceberg, logró ponerse un chaleco salvavidas y acomodarse en uno de los botes, pero, viendo a una muchacha desesperada, se lo cedió para después arrojarse al mar. Fue uno de los 1.522 fallecidos en las heladas aguas del Atlántico.

Nota publicada por el periodista Pablo Mendelevich, ex director de PUNTAL, para el matutino Clarín.

Faltaban pocos días para que Josey, una adolescente porteña del barrio de Belgrano, viajara a Inglaterra, donde, al fin, iba a encontrarse con Edgardo. Ella no podía suponer que Edgardo planeaba abandonar Europa, no para volver a Córdoba sino para explorar los Estados Unidos. No la esperaría. Se lo avisó por carta.
En esa época las cartas tardaban tanto que hasta era posible recibir una de alguien que desde hacía varias semanas ya no estaba en este mundo. Y ése fue el caso.
A lo largo de su vida Josey nunca consiguió sacarse de la cabeza aquel párrafo de la carta que Edgardo le escribió antes de dejar Inglaterra. Y nunca en este caso quiere decir nunca, sin atenuantes: hasta su vejez cargó en su alma con las palabras de Edgardo, palabras que a ella no le causaban el gozo de saberse amada. La estremecían.
La carta de Edgardo, que atravesó el siglo intacta y hoy sobrevive detrás de un vidrio enmarcado, en una casa de Martínez, en la zona Norte de Buenos Aires, dice en su tercer párrafo: «Figúrese Josey que me embarco en el vapor más grande del mundo, pero no me encuentro nada de orgulloso, pues en estos momentos decearía (sic) que el Titanic estuviera sumergido en el fondo del océano».
Edgardo escribió esto en Bournemouth, sur de Inglaterra, el 8 de abril de 1912. Cuatro días más tarde él iba a estar en el fondo del océano junto con el Titanic.
Una investigación realizada por Clarín en la Argentina, Gran Bretaña y Estados Unidos, en especial apoyada en fuentes familiares y en estudiosos del Titanic, permitió reconstruir en detalle, por primera vez, la vida de Edgardo Andrew, cuya participación en el legendario naufragio pasó casi inadvertida en su propio país durante 86 años.
Edgardo Andrew nació en la estancia El Durazno, en el sur de Córdoba, el 28 de marzo de 1895. De modo que en 1911, cuando su madre lo despidió en la estación ferroviaria de Río Cuarto, tenía apenas 16 años, uno más que Josefina Cowan, la inspiradora de la extraña premonición, a quien en la familia llamaban Josey.
«No puede imaginarse cuánto siento el irme (de Inglaterra) sin verla», le escribió. Sólo se tuteaban cuando estaban juntos.
Ambos eran hijos de inmigrantes ingleses. Los Andrew se habían radicado en el sur cordobés hacia 1860. Los Cowan poco después, en lo que hoy es Belgrano.
Edgardo, igual que sus siete hermanos, igual que Josey, ya a los 16 años viajaba solo a Inglaterra a conocer el país de los padres (los Andrew eran de Whitby, la pequeña ciudad portuaria de Yorkshire en la que el capitán James Cook construyó los toscos barcos que en el siglo XVIII le permitieron hacer su famoso viaje alrededor del mundo) y a estudiar. En su medio era algo más o menos común ir a estudiar a Inglaterra, y para esto no era necesario pertenecer a la clase alta. Allá estaban rodeados de primos y tías.
«Muy bien sé que la noticia de mi partida será muy dura, pero paciencia, así es el mundo», le dijo Edgardo a su enamorada antes de embarcarse en el Titanic, aunque no se sabe en qué orden Josey recibió las buenas y malas noticias aquel 1912: la carta con confesiones sentimentales de Edgardo, el hundimiento del Titanic y la certidumbre familiar de que él, el único argentino que iba en el barco, era una de las 1.517 víctimas de la mayor catástrofe naval en tiempos de paz.
Una viuda adinerada había torcido el destino de Edgardo. Su hermano mayor, Silvano Alfredo (quien prefería que le dijeran Alfredo), había sido el primero de los Andrew en dejar la estancia para estudiar en Inglaterra. Pasó un año en Whitby y más de seis años en Stockton, en cuyo Instituto Técnico estudió ingeniería naval y se convirtió en un experto constructor de barcos. Cuando volvió a Buenos Aires ingresó en la Marina.
En 1911, Alfredo, que entonces tenía 28 años, fue enviado a Estados Unidos, a pedido del almirante Manuel Domecq García, para inspeccionar la construcción de barcos de guerra argentinos. Primero, en Quincy, Massachusetts, donde se fabricaba el buque Rivadavia. Después, en Nueva Jersey, donde se construía el acorazado Moreno (mientras en Belfast la White Star Line estaba terminando el Titanic). Pero en 1912 se enamoró de una viuda rica, muy rica, bastante mayor que él, llamada Harriet Fisher, de cuya mano abandonaría después la carrera militar y la ciudadanía argentina para destacarse como ejecutivo en la industria mecánica, más precisamente como director de la firma Fisher & Norris Anvil Works, que era proveedora del Departamento de Defensa de los Estados Unidos.
Alfredo no sólo invitó a su hermano Edgardo -a quien le llevaba 12 años- a su casamiento en Trenton, Nueva Jersey, sino que le escribió convidándolo con la nueva fortuna. En la compañía de «su prometida Mrs. Fisher» había lugar para otro Andrew. Edgardo pensó que al lado de Alfredo, al que admiraba, iba a aprender más de ingeniería naval que en los rígidos institutos ingleses. Es probable que también haya soñado con hacer en Estados Unidos una vida más holgada, que no lo atara a las remesas que su padre, Samuel Andrew, administrador de la estancia El Durazno, le giraba con escasa frecuencia desde Río Cuarto.
El destino de Edgardo se torció por la aparición de la viuda rica pero, en realidad, lo que habilitó su ingreso en la tragedia fue una huelga del gremio del carbón. Su pasaje a Nueva York en el buque Oceanic, que iba a zarpar el miércoles 17 de abril se convirtió en un papel inútil cuando supo que la White Star Line había cancelado el viaje. Como la expectativa mundial no hacía recomendable que se demorara la salida del Titanic y el carbón no llegaba a Southampton, la compañía naviera utilizó todo el combustible que tenía en otros buques y lo concentró en la estrella del momento. Por eso el Oceanic, el Majestic y el New York (con el cual casi choca el Titanic al zarpar) se quedaron en el puerto, inertes.
Al Oceanic, irónicamente, le iba a tocar recoger del mar, un mes más tarde, el bote salvavidas número 14 del Titanic, el último, que estaba a la deriva con tres cadáveres.

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