Oportunidades perdidas – Opinión

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Aún conserva la misma contextura que cuando la conocí y hasta sus gestos se parecen a los de la joven de 17 años. Aquella vez, revolvía bolsas entre los cestos de los edificios que se multiplican por imposición del dinero. Con su hermana practicaban el juego de la adultez, guiadas por un caballo que brillaba como la cera. El carro que las movilizaba paseaba con destreza entre los nervios furiosos del microcentro y ellas se manifestaban indiferentes sobre el asiento del conductor.
Pamela también mantiene la palidez de su rostro y esa mirada que se basta de algunos instantes para calmar la intriga. Hace pocos días la volví a ver y me delegó un saludo breve, antes de esfumarse entre los pasillos de la guardia pediátrica del Hospital apurada por el llanto de su bebé. La criatura tenía la mano vendada y los ojos todavía humedecidos. Minutos después, subieron a una camioneta F 100 que perdió hace años su color original y partieron dejando la cadencia de un ruido ensordecedor. La adolescente que salteaba baldozas de par en par es ahora mamá.
La primera vez que la vi tenía la delgadez de una niña. Cursaba el último año del ex colegio Nacional y hacía tiempo que había olvidado sus sueños adolescentes. Cada jornada, cuando la noche adormecía las aguas del río y las luces halógenas guiaban en el ingreso al barrio Chino,  Pamela ponía fin al encuentro entre las calles y el cirujeo. Al otro día, al volver de clases, quedaría inmersa en la rutinaria tarea de enumerar botellas de vinagre y vino, las cajas de cartón, los kilos de hojas de diario y los restos de comida que alimentarán a los caballos. Solo en verano el balance se desarrolla por la mañana para evitar el hedor de la basura en descomposición.
El testimonio de Pamela ante las cámaras era escueto, aunque revelador. El compromiso familiar hacía del cirujeo una tarea sustentable y en aquel entonces eran 300 los hogares que resistían con lo que otros desechaban.
La joven que domaba las tardes disputándole cada oportunidad al azar es ahora integrante de una cooperativa que limpia las riberas del río. Aunque sus maestras la recuerdan como una buena alumna, el egreso del secundario fue también el final a su educación formal. Al resto, lo decidió la calle.
Se estima que en Río Cuarto hay 25 mil beneficiarios de la Asignación Universal por Hijo. Son chicos que residen en hogares sin trabajo formal ó con magros ingresos. Las villas tienen la misma cantidad de asentamientos que en el 2001, la Municipalidad asiste a más de 30 mil personas cada mes y 6.400 familias esperan los escuetos aportes de la tarjeta social del Plan Nacional de Seguridad Alimentaria. Datos del INDEC señalan, además, que entre los menores de 18 años, 2 de cada 3 afectados son pobres.
La ciudad rotulada como oculta, sufrida ó desigual aparece en los discursos de campaña con diferente énfasis, pero similar interés. Los que padecen la fragmentación que los ubica por debajo de la línea de pobreza cotizan en las urnas como cualquier otro. Son propietarios de un protagonismo coyuntural entre caravanas y tertulias barriales.
Ni el país, ni la ciudad se parecen al lugar en el que conocí a Pamela hace 8 años. El crecimiento, aún con profundas desigualdades, relevó datos obscenos de pobreza y desocupación. Sin embargo, la  joven que cargaba bolsas de nylon sobre un carro de chapas vetustas, su familia que resistió la relocalización del barrio Chino, sus vecinos, los que se fueron con el lastre de la indigencia, los que la acompañan en cooperativas de medio tiempo, los que no consiguen trabajo, los que pierden la noción en cada festín de yerbas, los tumberos, los que proliferan sobre las villas, los desalojados, todos, aún forman parte de una ciudad presente y reaccionaria.
Sus falencias aparecen con solo mirarla y se desvanecen en el objetivo prepotente de quienes prefieren calmar intereses menos dolientes en sus discursos electorales.
Pamela todavía conserva su expresión adolescente aunque se haya convertido en la mujer que debía consolar el llanto de su hijo de dos años en el hall de una guardia de hospital. La flor de la edad se consumió por las responsabilidades que regula la pobreza y no debería quedar lugar para más oportunidades perdidas.

Por Pablo Callejón (callejonpablo@yahoo.com.ar)
En Facebook: Pablo Callejón.

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