Quedaron en la calle y ahora viven debajo del Puente Carretero

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Juan dormía en un baño frente al río y lo expulsaron. Se fue debajo de uno de los pilotes del puente y ahora comparte su pobreza con Miguel, otro indigente.

A solo 6 cuadras de la Plaza Roca y debajo del puente más transitado de la ciudad, que une la ostentación del microcentro con la populosa barriada de Banda Norte, Juan y Miguel sobreviven con un colchón y un par de latas como única propiedad.
Juan tiene 61 años y tras la muerte de su esposa quedó inmerso en un abandono que lo despojó de bienes y afectos. Durante algún tiempo vivió en los baños del parador en el Paseo Parque Sobremonte pero lo desalojaron y el destino final fue uno de los pilotes del norte, en la ribera sur.
El frío intenso de la ola polar le dio otra chance de vida, aunque en los huesos y la piel quedan los vestigios de una salud sin defensas.
Ahora, recoge monedas en el estacionamiento frente a la Terminal a la espera de una mano solidaria que lo quite del barro y la noche a la interperie.
«Me dijeron que iban a reformar los baños y me tuve que ir. Estar debajo del puente es terrible, con el frío pensé que me moría… no tenía nada», admitió Juan, aún consternado por el recuerdo de las tardes con temperatura bajo cero.
Afirmó que su rol de «cuidacoches» le permite «ganar para comer y nada más».
«Necesito una piecita, algo donde estar. La gente me quiere, me ayuda, pero no puedo vivir así», aseveró.
Manifestó que «nadie se acercó para ponerse a disposición» y espera «por un milagro».

«Dar una mano»

Aunque nada le queda, la solidaridad se estampa como un beneficio de la pobreza. Juan descubrió en Miguel a una compañía temporal para olvidar la soledad y evitar los robos de lo poco que tienen. Lo encontró abandonado a su suerte y no tuvo reparos en ayudarlo.
Miguel es alcohólico y aunque apenas supera los 40 años, la enfermedad le quitó movilidad y comprensión de sus actos.
«Cuando me venía a trabajar me robaban lo poco que tengo, hay gente para todo. Miguel por lo menos cuida», aseguró su compañero de andanzas.
Ambos comparten un viejo colchón y el alimento que pueden comprar con las limosnas que les dan los automovilistas.
A pocos metros del río, el día tiene la monotonía de la costa sin caminantes, aturdida por el ruido ensordecedor que dejan los vehículos desde lo alto. El tránsito hace vibrar el cemento en un proceso sin pausa, que los indigentes advierten sin molestarse. Cuando el sol se pierde hacia el oeste, es tiempo de encender el fuego y rogar que el clima no se empecine con el frío.
«Si alguien puede ayudar avísele donde vivo, mire que no tengo otra», expresa Juan antes de volver a la Terminal «en busca de la moneda».

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