A mis maestras – La Biblia y el Calefón

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Mis maestras vestían guardapolvo y guardaban las tizas en cajitas de cartón sin tapa. Verlas de punta y blanco como a los alumnos no erradicaba jerarquías aunque nos igualaba…

Por Pablo Callejón (pjcallejon@yahoo.com.ar)

A mis maestras las llamábamos señorita sin importarnos su estado civil. Eran un arrumaco en el alma. Los años les habían quitado la frescura del rostro y sus gestos acumulaban los lugares comunes de la rutina en el aula.

Mis maestras me tomaban asistencia sin corroborar con la vista la mano alzada que ratificaba al «presente, señorita».

A mis maestras les molestaba mi letra de garabato y las hojas del cuaderno Rivadavia agujereadas cada dos por tres. La estrategia de pasar la lengua por la goma Dos Banderas ante cada cambio de opinión siempre fue mi penosa debilidad.

Mis maestras vestían guardapolvo y guardaban las tizas en cajitas de cartón sin tapa. Verlas de punta y blanco como a los alumnos no erradicaba jerarquías aunque nos igualaba.

A mis maestras las definía su rol de educadoras. Hoy tildan de  maestro al 10 que da dos pases seguidos, el que levantó dos minas en una noche ó ganó la falta envido con 23.

A mis maestras las cruzaba en la esquina de San Martín y Córdoba, la más ancha de Huinca Renancó, y callaba la bronca cuando me acariciaban el pelo como si fuera una batidora. Nota al pie: Eran mis tiempos de pelo largo y corte a lo Carlitos Balá.

Nunca me enamoré de mis maestras y lamento no haberlo hecho de María del Carmen, la señorita de segundo grado que aún hoy se parece a Grecia Colmenares, aunque nunca la vi llorar.

Mis maestras daban clases a  pibes vestidos iguales, sin pulóver con escudo ni leyendas personalistas. Mis padres no dormían afuera para que nos recibiera la escuela. No había salas repletas como afrenta de aulas semi desiertas.

Mi mejor maestra se llamó María Marta y murió en un accidente de tránsito cuando aún no terminaba el «Triste, Solitario y Final» de Soriano, que me recomendó leer.

Del tiempo de mis maestras guardo la foto del indio vestido con un trapo de arpillera, dos plumas teñidas con tempera y una vincha de tenis Topper. Yo estaba al lado de un compañero disfrazado de árbol y me apenaba su rol secundario en el acto por el Día de la Raza.

En aquella imagen con mis maestras tenía 8 años, ya hablaba a los gritos y leía respetando todos los puntos gramaticales. Prefería el manual de Kapelusz al Billiken y el pan con manteca rociado con azúcar a las galletitas de la merienda.

Si el tiempo me devolviera a mis maestras les pediría dos favores: no ser el último de la fila y volver a cantar la canción para tomar el té que doña Rita acompañaba con el viejo piano de madera gastada en el que dormía la siesta un gato que nunca despertó antes de las 3 de la tarde.

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