Historia de arrepentidos

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Perón se arrepintió toda la vida de embalsamar el cadáver de su amada esposa. Convertido en fetiche, el cuerpo de Evita fue paseado pública o clandestinamente durante años. Perón se cuidó de prohibir que su propio cuerpo fuera objeto de tanatopraxia alguna pero no previó lugar de entierro del que jamás pudiera ser movido. El penoso y preocupante espectáculo del último 17 de Octubre le hubiera exigido mayor precaución.

El arrepentimiento es acaso la mejor muestra de nuestro verdadero sentir. Por caso, Perón se arrepintió de haber dado tanta cuerda a los montoneros pero tuvo unos pocos días de tiempo como para dar marcha atrás: los expulsó de la Plaza de Mayo unas semanas antes de su muerte. No renegó del poder sindical, la fuente histórica de sustento del inagotado movimiento justicialista.

En lo que sería su último viaje, el lunes pasado, el ataúd del General -casi como el de Evita- pasó a ser botín de guerra de las fracciones gremiales. No es una metáfora: tiros, heridos, destrozos de irrecuperables testimonios del museo peronista dibujaron el campo de batalla, por más que Cafiero, Cantero y cuanto dirigente interesado en no ceder más letra a la oposición pretendan que sólo ha sido un juego de amor gatuno.

Como siempre que haya agresiones, sea en las rutas, en los campos o en el cruce al Uruguay, Kirchner -es decir el gobierno encargado de la seguridad- se mantuvo ausente. El camino del infierno está limpio de piqueteros.

Lionel Gioda
Periodista
Docente de la UNRC
18/10/06

   

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