Más que el milagro y la magia

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«Y en el sudor de una mañana que dejó morir la última de tus siete vidas, te apoyas sobre la alhomada con olor a suavizante de lavanda…»

Por Pablo Callejón Periodista

El tipo de gestos grotescos, solitario y alcohólico no quiso fallarte. Te vendió un pesimismo de honestidad brutal y aceptaste a ciegas. Con el nudo del corbatón sobre el segundo ojal, aseguró contar con licencia oficial de investigador privado y hasta Soriano había confiado en él. Philipe Marlowe descubrió en que planta de mora se esfumó aquel verano y desenterró el adiós de esa rubia adolescente que prefirió subir al auto de otro donjuán. Philipe no hubiese querido ser el personaje famoso que se apareció cada noche entre los párrafos de un libro de portada ocre. La fama fue la trampa que puso en aprietos al sabueso con agallas a prueba de una Smith & Wesson.

Y en el sudor de una mañana que dejó morir la última de tus siete vidas, te apoyas sobre la alhomada con olor a suavizante de lavanda. Estás resuelto a descubrir las miserias del pueblo inmune al crimen de Santiago. El juego de damas de Angela lo había entregado al puñal que todos murmuraban y maliciosamente esperaban. La virgen de sangre herida ya lo había sentenciado para siempre la noche en que perdió a su marido sobre la falda de una cama tibia.

Dejas sobre la mesa de luz los anteojos que solo usas para leer y volvés a enumerar los cachorros que responden a Sandokan. El feroz pirata acertó al poner en riesgo las riquezas saqueadas para Mompracen y su leyenda de espadas bordeadas de sangre. Conquistar a la Perla de Labuán era una apuesta de riesgo que podría justificar cualquier tormenta de mar. Marianna Guillonk logró domar el alma del Tigre de la Malasia con solo jurarle su amor eterno.

A las 5 de la tarde llegas a la casona ubicada en San Martín al 300 y te sentás frente al último mesón de madera oscura. Luisito Elías apila dos publicaciones de Borges y Bio Casares sobre un manual de historia latinoamericana y recordás el libro que aún no devolviste. Para disimular la culpa, resolves concentrarte en la lucha desigual del doctor Bernard Rieux y pensás en el acertijo moral de la Argelia de Albert Camus ante la amenaza de la peste. «Hay los que tienen miedo y los que no lo tienen, pero los más numerosos son los que todavía no han tenido tiempo de tenerlo» Rambert había redoblado la apuesta con el desafío sobre las horas y el miedo. El periodista, como muchas veces le sucede a los periodistas, estaba allí por casualidad y se quedó por razones que podrían quitarle la vida.

Sacas sin hacer demasiado ruido un alfajor Tatín y una bolsa de gomitas Gomul. Una adolescente de guardapolvo blanco te observa con discreción. Incómodo, guardas otra vez las golosinas en el bolsillo del pantalón de corderoy y te recostas en el respaldo de una silla de cuerina marrón. Sobre un tablón de la biblioteca hay libros de guerras dispuestos sin orden cronológico. El zorro del desierto vomita su estrategia de sangre en la doliente África musulmana y aún replican las bombas sin culpas sobre el mercado de Alicante de la España fascista. En Waterloo, Napoléon moja suavemente la carta que oculta el ancho de bastos y mira con recelo los naipes del duque de Wellington y el mariscal de campo Gebhard von Blücher.
Te imaginas cada batalla en el “cielo y mar que coexistían ahora armónicos en la pintura mural que cubría el interior de la torre”. Es la muerte como impulso artístico de los sentimientos que la expresan. Pérez Reverte tenía razón, siempre la tuvo. Conocía de sobra “los motivos simples por los que un hombre con las dosis adecuadas de fanatismo, rencor o ánimo de lucro mercenario podía matar indiscriminadamente”.

La adolescente cierra el manual Kapeluz y guarda un libro de biología forrado de nylon transparente. Sacás nuevamente el alfajor y esta vez, estas resuelto a merendar donde no se debe. Una medallita bañada de plata te recuerda el premio por una poesía que nunca pudiste releer. Quizás aún la tiene ella, como tuvo la decisión de presentarla ante el jurado sin consultarte. El Poema 12 de Oliverio Girondo te advierte que a veces, las pasiones juveniles “se derriten, se sueldan, se calcinan”.
Aquel premio podría aún encontrarse en las actas de la vida centenaria que imaginó don Luis Goenaga.

Son las 8 de la tarde y Luis te mira compasivo. El niño de 7 años amontona las gomitas de colores y mira preocupado por la ventana; es casi de noche. El reflejo sobre el vidrio envuelto por madera gruesa te muestra de 15, con un jopo sesentista endurecido con gel. Vos sabes que en realidad, estás bordeando los 42 y pensás que ya es la hora de cierre. Te angustia abandonar la aldea de “veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas”. Dos veces viajaste a la entrañable Colombia y nunca pudiste visitar el Macondo que inspiró al Nóbel del realismo mágico. No hay temor a no salir más de ese lugar donde todo lo escrito resulta “irrepetible desde siempre y para siempre”. Y saludas al bibliotecario con un adiós bajito. Con las manos en los bolsillos, apresuras el paso entre la San Martín hasta llegar al café Stylo donde los parroquianos se saludan con los cómplices del bar Oriente. Y confías en esa imaginación que puede más que el milagro y la magia. En estos cien años que no pudieron con la soledad.

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