El Rock hizo brillar anoche la luna de Cosquín

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Más de 30 mil personas se rindieron ante la contundencia de los shows de Spinetta, Gieco y Skay. El Olimpo rockero se reunió en Santa María, mientras la multitud esperaba a Charly.

El del sábado fue uno de esos días en los que las páginas más intensas de la historia se escriben con música. Con cierta atmósfera de magisterio y una decidida, feroz actitud de mito, la línea fundadora del Olimpo rockero nacional desfiló ante una multitud acalorada y extasiada y renovó con entrega y virtuosismo el vínculo, la festiva relación amorosa que supo conseguir con ese público tan memorioso y exigente como agradecido.
Un pequeño pero vehemente chaparrón de 10 minutos instaló una alarma meteorológica en el Aeródromo cerca de las 15, pero ya a las 16 no quedaba ni una nube en el cielo y todo el predio había adoptado la imagen de un campo recién regado. Como si hasta el clima se hubiera asociado a la celebración.
Alrededor, Santa María de Punilla, Cosquín y Bialet Massé parecían ya ciudades acostumbradas a la marea: peñas con gigantografías del Chaqueño Palavecino y música ricotera, casas convertidas en guarda bolsos y un insólito aumento del coeficiente de puestos de choripán por metro cuadrado. Vecinos transformados en cuida motos, baños particulares abiertos al público por una mínima tarifa. Todo convertido, sí, pero con ese aire de las cosas que ya no resultan extraordinarias, de las cosas que se acoplan a una alegre rutina.
La clase magistral de rock en el escenario principal comenzó pasadas las 18, cuando Virus subió a comprobar la memoria pop de unas seis mil almas ligeramente conmovidas, gente que se reencontraba tarareando la banda de sonido de una época no necesariamente compartida: ese pasado vigente del rock nacional no es exclusividad de una generación sino más bien una enciclopedia compartida con devoción, un lugar de reunión y alegría. La banda repasó sus hits e invitó al escenario a Carca y a los uruguayos Dani Umpi –vestido como una muñeca del futuro– y Ana Naón.
Antes, la tarde había comenzado con la delicada furia de Utopians. Frente a una moderada multitud, la banda sorprendió a los incrédulos y demostró que le sobra potencia para el escenario mayor. Después vino María Eva y después, Jauría, la nueva banda de Ciro Pertusi y Ray Fajardo. Con talante al mismo tiempo humilde y combativo, Ciro le dedicó el show a Agustín Tosco y a la militante anarquista Soledad Rosas.

Haceme llorar, Flaco
A paso de hombre se acercaban los autos por la ruta: el acceso al predio es un pequeño problema que pasadas las 18 adquiere dimensiones importantes. La multitud se empezaba ya a comportar como una inundación, como olas que llegaban y no se iban, se acumulaban y se sumaban al grito de “Flaco, Flaco”…
A paso de gigante, Luis Alberto Spinetta subió al escenario e hizo un gesto de reverencia y agradecimiento. Se sentó y comenzó a cantar Ella bailó, con Matías Méndez en el bajo (en reemplazo, un tanto sorpresivo, de Nerina Nicotra), Baltasar Comotto en guitarra y el Mono Fontana en teclados (en lugar de Claudio Cardone): una súper banda que arrancó lágrimas con Ludmila, primero, y con una conmovedora, increíble versión de Té para tres dedicada a Gustavo Cerati. Un aplauso respetuoso, cerrado, fue la traducción sonora de esa sensación de piel de gallina que el Flaco generó en las ya 10 mil personas que lo estaban escuchando. Después, Spinetta bajó un cambio con Canción de amor para Olga.
A unos 400 metros del predio hay un viejo hospital psiquiátrico: tiene un aspecto señorial y decadente, acaso tenebroso. En una de sus ventanas, una persona asomaba media humanidad con los brazos abiertos y parecía cantar,de lejos, la canción, poseído por una emoción como de quien toma vuelo. Fue una buena metáfora de lo que pasó.

León en rodeo propio
Teoría del rock, capítulo Gieco. León subió y mostró su orgullo por ser el único que toca en las dos versiones de Cosquín, el folklórico y el roquero. Y enseñó: “el Cosquín Rock es hijo de La Falda Rock. Y La Falda Rock es hijo del BA Rock”. Un video de un joven Gieco cantando Hombres de hierro se proyectó en las pantallas gigantes: el León joven y el León viejo cantaron juntos y obraron el milagro del tiempo. Si existe un estado de pureza de las emociones, algo parecido a eso se vivió en ese momento, que fue el preámbulo de un homenaje a Mercedes Sosa. Las Madres de Plaza de Mayo y Evo Morales, a quien le dedicó Cinco siglos igual, fueron también parte del homenaje y la lección de historia y presente que propuso Gieco.
A esa hora resultaba difícil caminar entre las 20 mil personas que habitaban el predio: lejos del escenario principal, la oscuridad de la pista de aterrizaje permitía incluso que los más cansados se hicieran una siestita sobre el pasto para esperar a Skay y a Charly.
Pasadas las 22, la multitud acariciaba la cifra récord de 30 mil y, tras unos 10 minutos de espera en calma, las banderas ricoteras comenzaron a flamear y se hizo uno de esos silencios que anteceden a una explosión. Como una sombra o un fantasma, la delgada figura de Skay Beilinson se dibujó en el escenario. Hubo un pif, algo falló en los primeros dos segundos del tema y, cuando los bafles respondieron, Lluvia sobre Bagdad iba por su tercer acorde. De ahí en más todo fue contundencia: la cátedra del rock estaba en su tesis doctoral del pogo y avanzaba enérgicamente hacia su máxima expresión. Tal vez mañana, En el camino y ¿Dónde estás? subieron la expectativa de un estallido que estaba esperando esa pólvora especial de la historia que tienen los clásicos de Patricio Rey, que se estaban demorando en llegar.
La primera palabra de Skay entre tema y tema fue “gracias”. Después dijo “linda noche, Cosquín”. Desde el escenario, el aeródromo lucía como un océano de gente, elegantemente enfurecido, reconfortado en la satisfacción de un deseo concreto de ímpetu y temblor. Manos arriba para los aplausos: señal de que estábamos apretados.
Por fin llegó el primer “redondo” y un terremoto hizo mover todo: El pibe de los astilleros borró todo rastro de césped y demostró que la memoria rocker es también furiosa y poética, y es una épica de cuerpos suspendidos y maravillados. Una manera de romper algunos límites.
Algo inexplicable estaba sucediendo, cosas que no admiten demasiado registro y que definen la experiencia rock más con sudor que con palabras. Si faltaban pruebas, cerró con Jijiji, para el delirio de la muchedumbre convertida en una sola masa abanderada que se hundía y elevaba a un ritmo demencial, como si se hubiera consensuado el objetivo de mover el eje mismo de la tierra.
Así de grandilocuentes eran las sensaciones en una noche que aún esperaba por la última lección de rock. El prócer ya estaba en el predio y todo estaba listo para ser algo más que una gran fiesta, una página, gloriosa y alegre, emotiva, de la historia del rock.

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