La guarda del capitán – La Biblia y el Calefón

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Cada vez que imaginé aquel viaje no podía hallar a la niña con nombre de cuento ahogada de miedo. La descubría sobre el timón del capitán, como en una novela de Arturo Perez Reverte, con la fortaleza de una tormenta en el océano. Y ahí aparecía yo, abrazándome a sus piernas, a la espera de un sueño vencido por el reencuentro con la calidez del mar… 

Por Pablo Callejón (pjcallejon@yahoo.com.ar) Nació en un invierno europeo que sangraba sobre sus escombros los últimos estruendos de la guerra. Tabernas, un pueblo que huele a lucha de cruzados en tormentas de polvo seco, fue el escenario del parto. El lugar conjuga la imponencia del influjo árabe y el dominio del catolicismo durante el reinado de Isabel de Castilla.
A sus 8 años, sobre el mar bucanero de Serrat vio a la arena sudar las babas de la corriente que escapa. Apenas dejaba sus huellas sobre la playa cuando la España de Franco la obligó a partir. Pudo hacerlo con su familia y aquello fue casi un milagro en una tierra arrasada y silenciada por el fascismo.
El éxodo a la Argentina fue una incierta travesía de meses en barco, con una única parada en Marruecos antes de la irrupción final sobre el puerto de Buenos Aires. Cada vez que imaginé aquel viaje no podía hallar a la niña con nombre de cuento ahogada de miedo. La descubría sobre el timón del capitán, como en una novela de Arturo Perez Reverte, con la fortaleza de una tormenta en el océano. Y ahí aparecía yo, abrazándome a sus piernas, a la espera de un sueño vencido por el reencuentro con la calidez del mar. 

María de las Nieves Carreño ya se había recibido de madre cuando dio a luz a un bebé de 5 kilos por parto natural. No fue por el albur que detuvo ese día los miedos para enfrentar el asma que me robaba mucho más que el aire. Sus noches de insomnio sobre la falda de la cama custodiaron la infancia en un cuento sin hadas, en las que alcanzaba la calma con solo recibir las caricias en el pecho que silbaba como el último tren a Londres.
En el pan con manteca abrillantada de azúcar, los roscos, el turrón turco bañado de chocolate y el secreto de una receta que vanaglorió sus empanadas rociadas de arte, descansan las manos hinchadas por el suplicio del reuma y el exilio de los años.
En la sala de espera de lo que nunca tuvimos supo marcar sin trampas las cartas del juego. Mi vieja sabía de las faltas que provoca el dinero y retrucaba al azar con decorosas reglas para que nada falte.
Extraño los días en que sentada al sillón, a punta de aguja y lana, sacudía el carretel para un pulover de capa gruesa invulnerable al invierno. Las tardes que mirándonos nos soñaba, jugando una partida orgullosa y personal.
La mujer sin pecados, la dama sin recados, cuida sus propias plantas sobre la alfombra de una maceta que florece sin abono.
Aunque solo llora cuando no queda más remedio, es un martirio ver doblarse a una mujer que ante cada temporal carga las marcas de un juicio severo e injusto; marcada por la avidez de una conquista árabe en Tabernas y la tibieza de una bandada de tapices merodeando el cielo.
Cuando la observo abrazar a mis hijas en un juego sin domesticar, creo alcanzarla en sus fueros de madre, sin romper los cristales que la envuelven con Jazmín y la endulzan con Sabina.
Hay un nuevo tiempo para ese viaje en el mar, donde desaparecen las almas y solo queda ella frente a un destino de tierra incierta, firme aunque se parta el espíritu con mil días sin puerto.  La quiero con mis hijas en su falda,  en una cura para el mal de penas que acaricia al niño flacuchento y gritón que busca quedarse por siempre bajo la guarda del capitán.

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