A 100 años del Grito de Alcorta

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Podemos afirmar que una de las consecuencias más trascendentes de este conflicto fue la constitución de los chacareros no solo como clase social sino también como clase política.

Por Gabriel Fernando Carini*

El 25 de junio señala en nuestro calendario el cumplimiento de los cien años de uno de los conflictos agrarios más prolongados en nuestra historia y que tuvo importantes consecuencias sobre la estructura y los sujetos sociales agrarios de la Argentina contemporánea. Los cien años del Grito de Alcorta nos invitan a reflexionar sobre la constitución de un actor fundamental en nuestro devenir político y económico: los chacareros.
El conflicto iniciado en Alcorta y que rápidamente se expandió por otras localidades de la región pampeana tenía como marca de origen las profundas asimetrías por ese entonces presentes en la estructura agraria argentina –y que con modificaciones aun persisten–. El eje del conflicto residió en una lucha por las ‘libertades capitalistas’, es decir, los colonos arrendatarios reclamaban realizar las actividades de cosechar, trillar, embolsar, vender y asegurar libremente y no con quien lo indicaran los terratenientes o los empresarios colonizadores. Fue, como lo indicó Ansaldi (1994), una lucha por la abolición de trabas u obstáculos a la acumulación y, en consecuencia, por la expansión del capitalismo.
Podemos afirmar que una de las consecuencias más trascendentes de este conflicto fue la constitución de los chacareros no solo como clase social sino también como clase política. En este sentido, los sucesos de Alcorta dieron nacimiento a la institución que desde entonces nuclearía a una vasta población rural compuesta, en un principio, por colonos arrendatarios y pequeños propietarios rurales, después: la Federación Agraria Argentina, caracterizada por su reivindicación de un marco jurídico diferente y del acceso a la propiedad de la tierra para quien la trabaja. Esta creación institucional implicó dos cuestiones: en primer lugar, supuso la institución de otro referente obligado en los canales de intermediación política entablados entre el Estado y la sociedad civil (aspecto que se iría complejizando avanzada la segunda mitad del siglo XX) y, en segundo lugar, constituyó un espacio privilegiado de socialización de productores que, como tal, deja marcas indelebles en su constitución como sujetos sociales pues no sólo ‘representa’ intereses sino que también los identifica, los estructura y le da significación al trasladarlos al ámbito público.
Durante años, podemos afirmar que desde su constitución como clase hasta mediados de la década de 1990, este sector social se caracterizaba, entre otras cosas, por ser propietario de un pequeño capital en tierras y maquinarias, así como por la utilización de la mano de obra familiar en la explotación (y, eventualmente, asalariada). Sobre estas relaciones y dotación básicas, esta capa incluía a productores que combinaban la propiedad con el arriendo de tierras, que mantenían diferentes grados de compromiso de la familia con el trabajo en la unidad productiva, así como distintos niveles de capitalización y de participación en el desarrollo tecnológico. Además, podemos agregar que sus identidades se estructuraban a partir del eje de la tierra como soporte material y simbólico, heredada de generación en generación.
En las postrimerías del siglo XX las radicales transformaciones en el Estado y el capitalismo agrario nacional que se inscribieron en tendencias internacionales dieron como resultado profundos procesos de desplazamiento y recomposición de clases sociales. Puntualmente, la incorporación del denominado ‘paquete tecnológico’ (compuesto por semillas alteradas genéticamente y potentes herbicidas) y nuevas prácticas culturales combinadas con nuevas técnicas de administración de la explotación agropecuaria que supusieron un manejo más del tipo ‘empresarial’, implicaron para los sujetos agrarios operar con nuevas escalas de capital. Este conjunto de mutaciones supuso la salida del proceso productivo de un importante número de productores, quienes perdieron la titularidad de sus tierras a causa del endeudamiento o bien se convirtieron en rentistas debido –entre otras cosas– a la imposibilidad de seguir produciendo.
En el sector de la agricultura familiar fue donde se registraron con mayor agudeza los efectos de estas transformaciones, tal como lo pone irrefutablemente de manifiesto la comparación de los Censos Nacionales Agropecuarios de 1988 y 2002: en el caso de la provincia de Córdoba implicó una disminución del 36,05% de las explotaciones agropecuarias, pasando de unas 40.061 en 1988 a unas 25.620 explotaciones en 2002 y siendo las unidades de menos de 500 hectáreas las que perdieron una proporción significativa de tierra bajo su control. Para el área económica de la región del sur cordobés y del Departamento de Río Cuarto ocurrió un fenómeno similar. En el caso de la primera, se opera una disminución de 3.044 explotaciones agropecuarias, superando el 33%; y en el caso del segundo, la reducción llega al 34,84%, pasando, en valores absolutos, de 4.580 explotaciones en 1988 a 2.984 explotaciones en 2002, índices superiores al promedio nacional.
Indudablemente, dichas cifras son indicadores no solo de cambios materiales sino de profundas mutaciones simbólicas en los anclajes que anteriormente sostenían la identidad del mundo chacarero. Estas –y otras– cuestiones son nodales en la reflexión vinculada a la situación pasada y presente de la agricultura familiar en general y de los chacareros como clase social y sus formas de trasladar las demandas sectoriales al ámbito público, en particular. Las mismas constituyen uno de los tópicos más prolíferos no solo de la agenda de los científicos sociales sino en muchas ocasiones de la mediática, por lo que la ‘cuestión agraria’ sigue constituyendo un campo fértil para la discusión de las múltiples ruralidades que componen el heterogéneo mundo rural argentino así como del nuevo modelo productivo que resignifica (y muchas veces desplaza) formas históricas de organización de los territorios, reforzando desigualdades regionales.

* Prof. y Lic. en Historia – Integrante del Centro de Investigaciones Históricas de la Facultad de Ciencias Humanas-UNRC/CIFFyH-UNC/becario CONICET

 

 

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